EMO: EL FILÓSOFO VELADO
Marcello Veneziani
Conocí a Marcello Veneziani en mi viaje de adulto a Italia en 1995 en ocasión de hacer conocer allí nuestra primera traducción de una obra de Evola, Rebelión contra el mundo moderno. En ese viaje tuve a mano muchas direcciones de renombrados intelectuales de la denominada derecha alternativa que conocí especialmente, siendo muy bien recibido en razón de mi actividad de traductor y difusor de la obra de tal autor, pero debo señalar que hubo uno de ellos en especial que me impactó sobremanera y que se distinguía de todos los demás. Tuve dos encuentros con él en diferentes circunstancias y debo decir que las dos veces fueron muy peculiares. La primera fue en la ciudad de Roma en donde vivía habiéndome citado en su domicilio que quedaba, si no me equivoco, en la Via delle Milizie, 39. Basándome en la numeración que tienen las calles en la Argentina, supuse que una vez que llegara a donde comenzaba la misma iba a caminar unos pocos metros para encontrar su domicilio. Sin embargo fue en tal circunstancia donde comprobé que en Europa la numeración de las casas no es por centena como en nuestro país, sino que es puesta en forma sucesiva de acuerdo a donde se encuentre cada una de ellas. No reparé que la palabra Milizia en italiano se refiere a cuartel y efectivamente desde el comienzo de tal calle hasta arribar a la casa de Veneziani había un inmenso cuartel que abarcaba varias manzanas, por lo cual si no me equivoco tuve que hacer una larguísima caminata para llegar hasta su vivienda. Nuestro encuentro fue interesante. Me pude enterar que era como yo graduado en filosofía y que había hecho una tesis sobre Julius Evola, cosa totalmente imposible en nuestro país. Pero me dejó intrigado cuando me dijo que en estos momentos no era su autor preferido, sino Ana Arendt, la amante judía y discípula de Heidegger. Leí su tesis y me resultó interesante aunque nada excepcional. El segundo encuentro fue más insólito. Un par de años más tarde, mientras me hallaba transitando por la calle Florida, una de las principales arterias de Buenos Aires, asombrosamente me crucé con él. A ambos nos resultó llamativo el encuentro pero en mi caso fue más excepcional pues él no habitaba en nuestro país. Me explicó que había sido invitado especialmente a un congreso de filosofía y quedamos en volver a vernos habiéndole dado mi teléfono celular (en ese entonces recién se estaban poniendo en boga tales aparatos) y me dio también el teléfono de su hotel. Lamentablemente fracasó ese encuentro porque él anotó mal mi número y cuando yo llamé al hotel ya se había vuelto para Italia. Más tarde me escribió diciéndome que me tenía que entregar un libro que había escrito recientemente. No me dijo cuál, pero supongo que debe ser éste Imperdonabili, que acabo de leer. Se trata de un largo texto en donde relata en unas 500 páginas muy densas su experiencia literaria con todos los autores que lo impactaron a lo largo de su vida. Entre sus artículos leídos he querido seleccionar éste pues me resultó sumamente singular y atrapante por lo que he resuelto traducirlo y darlo a conocer en nuestra lengua. Éste sería pues mi tercer encuentro con Veneziani.
M.G.
Escribir es una enfermedad que conduce a la salvación. Quien se enferma de escritura se cura de la vida. Es por esto que a veces escribir sustituye al vivir, te conduce lejos de la vida hasta penetrar en su corazón y captar su más verdadera esencia. Escribir es reunir con golpe de pluma el alma, la mente y el mundo. La escritura dona una pequeña inmortalidad que no es la fama entre los lectores, sino la percepción, o quizás la ilusión de haber puesto a salvo alguna cosa de ti, al reparo respecto de lo temporal. No es necesario que te lean para escribir, puesto que leyendo inspiras y luego escribiendo expiras. Pensaba en aquella necesidad fatal de la escritura al remitirme a leer un escrito de pensamiento profundo que prefirió permanecer invisible toda su vida. Ha pasado ya la medianoche y escribo sobre él bajo la luna llena, mientras que entre las cigarras se insinúa desde lejos, como una regalo de las estrellas, la Gymnopedia, esa encantadora sonata de Erik Satie. Estoy hablando de Andrés Emo, un nobilísimo veneciano muerto en Roma a la edad de ochenta y dos años, tras una vida pasada en la sombra, entre casas patricias, como la espléndida villa Emo Capodilista, en soledades estelares e incluso con una militancia en el neofascismo, con una candidatura en el parlamento y distintos escritos para las páginas culturales de Il Secolo d’Italia y sobre todo una miríada de lecturas y de cuadernos. Centenares de apuntes compilados a lo largo de medio siglo, y aun más, sin exponerlos nunca, y respecto de los cuales existen verdaderas perlas, extractos en una verdadera hemorragia de pensamientos. Emo ha sido el caso extraño de un autor nacido luego de su muerte. Vivo post vitam.
Alumno de Gentile separado del resto, Emo trazó en sus apuntes el aspecto trágico del actualismo de tal pensador, delineando su sombra,su negativo. Captó la inmortalidad de la actualidad y del fugaz instante, “cuando es actualidad pura, es decir actualidad de la propia nada”, En Gentile ondea la confianza en el espíritu y un acentuado optimismo por el que confía en lo humano; en Emo permanece el horizonte de pensamiento del idealismo, pero se apaga la confianza espiritual en lo humano. Emo capta la coincidencia entre ser y nada, en el triángulo entre lo eterno, lo actual y la nada. Esta antología de Emo se encuentra concentrada justamente en su escritura. Según Emo la mayor parte de las personas escribe para esconderse, mientras que el escritor debería ser aquel hombre de excepción que escriba para manifestarse y proclamar la realidad. Pero él no manifestó su escritura, la desarrolló en secreto. Se definió como una persona con pocos fundamentos, inepto para cualquier cosa con alguna vena de locura. Si un día será olvidada nuestra presencia, escribió, será suficiente que sea recordada nuestra ausencia. “Aquello que escribimos es una larga carta a desconocidos, a lectores que no conocemos o futuros, que quizás no existirán nunca, que llevarán el nombre homérico de: Ninguno”. El filósofo es para él el hombre condenado a decir tan sólo palabras definitivas; mientras que la poesía está siempre en exilio en una región árida y apoética y que por lo tanto surge en contraste con el ambiente. El pensamiento para él modifica todo lo que toca, mientras que el puro sentimiento lo acepta todo, canta de ello la presencia y la ausencia. El pensamiento es masculino, dice Emo en una época prefeminista, es más, fascista, el sentimiento es en cambio femenino. En una espléndida imagen define a la poesía como el arco iris que une dos orillas ignotas del ser y del no ser. El arco iris es un sitio efímero sobre el cual pasan nuestros pensamientos y las imágenes, y todo lo que no obedece a la fuerza de gravedad. El arco iris, recordaba, concilia el cielo con la tierra. La poesía para él es el arte del atajo, el arte de arribar antes a través de caminos transversales, senderos y peñascos, en donde el pensamiento racional y reflexivo acontece más lentamente, en forma más trabajosa, a través de vías maestras. En sus apuntes concede poco espacio a los recuerdos de su vida, puesto que para él un libro de memorias es una oración fúnebre pronunciada por el mismo muerto; en el recuerdo nos despertamos “actualmente muertos”, en una coincidencia activa de muerte y vida.
Emo no es solamente un pensador aristocrático, pero la soledad convirtió el signo de su pensamiento de un solipsista consciente: “Ser el único lector del único libro, de la propia vida, de propio único absoluto… Ser como un príncipe del espíritu, disfrazado de mortal que, incógnito e ignorado, vive entre los propios súbditos”.
Para compensar su ejercicio de desesperación, he acercado sus páginas a La palabra y la escritura, un texto de Lous Lavelle de 1942. Lavelle afirma que la palabra y la escritura son los dos milagros que hacen descender el pensamiento en el mundo de la voz y de la mirada, de la acción y del espectáculo, obligándolos a unirse. A través de la palabra y la escritura, lo espiritual se convierte en carnal. Emo recorre el mismo camino pero en sentido inverso; en el instante de la vida y en la veloz parábola de la palabra, lo carnal se disuelve en lo espiritual. Muere en pureza, como el Acto puro de Gentile. No faltan sin embargo incursiones en la realidad histórica y política. Escribía en sus Cuadernos que nosotros tenemos muchas patrias: una patria nuestra es la memoria, otra patria es la época en la que vivimos, una patria es cada estación que retorna cíclicamente en la tierra, una patria es el amor, una patria es “alguna antigua y difunta patria”, que puede ser un arcaico lenguaje o una heredada cultura. Una patria es la música… Y concluía: “¿Cuántos aspectos o posibilidades tiene nuestra nostalgia? ¿De cuántas patrias somos exiliados?” ¿Podemos pues entender y amar a la patria tan sólo en el exilio, alejados de la misma, perdida en el espacio y en el tiempo? Un poco como el amor platónico, que luego es metáfora de la visión, aquel amor que da frutos no a través de la unión sino en el desapego y la lejanía… Queda la duda respecto a que haya un soberano, un Dios, un nosotros, una literatura, que luego unirá el polígono de las patrias, traducirá la polifonía en sinfonía. Aquel punto de fusión de las patrias que sobre el plano histórico se denomina civilización.
Aun en la fragmentariedad de los apuntes, las obras que de allí brotan, recogidas por tema, componen un pensamiento orgánico, coherente. Y como si desde los trasfondos hubiesen salido a la superficie ornamentos y tesoros de unas ruinas sumergidas y que, recompuestos por materiales afines, hicieran figurar los perfiles majestuosos de un galeón hundido. Todo esto es lo que representa la filosofía de Emo.
Mientras tanto las cigarras han retomado su primacía por sobre la música de Satie. Resulta incesante su chirrido, ellas viven a coro su breve eternidad. Luego el silencio se ha tragado todo sonido. Ha quedado en el cielo desnuda y cruda la luna para gobernar la noche, el mar y la oscuridad. La lune, c’est mon pays. Se reflejaba en la luna la soledad de Emo, sumergida entre las quimeras en la oscuridad incógnita de la noche, no obstante el resplandor lunar de su escritura. Emo escribió “interminables cartas a la posteridad y que la posteridad nunca leerá”. Tuteló su pensamiento imperdonable con el velo de la timidez que fue el himen de su virginidad como autor. El tímido, escribió en un cuaderno suyo de 1932, “es un alma gentil que da tanta importancia a los otros, que no se reputa digno de existir y se avergüenza de sí mismo”. Pero al mismo tiempo, resaltó, el tímido cultiva el placer solitario y aristocrático “de no ser grato a nadie”. No depender de nadie, ni siquiera de sus miradas… Aquí se encuentra Emo en su totalidad, el filósofo velado.
Marcello Veneziani, Imperdonabili, pgs, 477 y sig.
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